“Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”» (Lc 11, 1-4).
Comentario
Por el texto evangélico descubrimos la pedagogía del Maestro, que en vez de mandar rezar, lo que hace es estimular a los discípulos con el ejemplo. La sana emulación es buena, y si se hace por amor se desea parecerse a quien se ama. Con este principio, no hay que orar, sino que se desea estar con Dios, hablar con Él; tratar con Jesús; sentir la atracción de permanecer en su presencia. No importa si es oración mental o vocal con tal de que sea con consideración, dice Santa Teresa.
La Oración
Cuentan que el Cura de Ars no podía contener la emoción cuando ponía en sus labios el nombre de Padre para invocar a Dios. Jesús nos ha entregado el Espíritu Santo por el que, sin ser pretenciosos, podemos tratar con Dios como hijos suyos.
Orar es relacionarse con quien se ama. La oración tiene muchas facetas; cabe la alabanza, la súplica, la adoración, la expiación, la escucha… Estar, estar con Él. Por la oración se respira la fe y se descubre lo que Dios quiere de cada uno. Es la relación teologal más sobrecogedora, al poder invocar familiarmente a quien es el Creador, el Redentor, el Amor divino.
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